El Banco
EL BANCO
Todo este tiempo, sentado en un banco agrietado por la soledad, había estado pensando en ella. Me fascina esa persona, tan fugaz en sus reacciones malas, tan turbia en su mirada fija.
¿Por qué se tuvo que ir a ese pueblo en medio de la nada?
La verdad es que, sentado aquí, apoyando mi codo en un sorprendente y esponjoso reposa-brazos, miraba al pasado con melancolía. Yo la amaba, pero había algo más. Al momento, me tuve que levantar del banco y la niebla se esparció a lo largo y ancho de mi entorno.
Mi mente se sintió libre, liberada de un peso, huida de mi confort. Mi corazón se vino arriba, una sensación de vértigo recorrió mis entrañas. Tenía que escapar de ese lugar.
En un afán por volver a la normalidad, mis pasos se dirigieron en el sentido contrario del banco. Yo quería correr pero no podía... ¿Acaso debería vaciar mis bolsillos?
Mi mano izquierda se metió en ese bolsillo que tenía que liberarse. Pero mis dedos sintieron un vacío excesivo, una energía colosal que me atraía inconscientemente. Ya no eran mis dedos sino mi brazo entero: estaba siendo engullido por mi propio bolsillo y no quise oponer resistencia.
La niebla ya había desaparecido y la noche "iluminó" la nada. Era imposible ver algo. La luna ardía y mis ojos se encontraban cegados por la oscuridad. Aún así, a lo lejos se veía un haz de fuego metido en una atmósfera anaranjada. Me propuse llegar hasta ese punto.
De repente, decenas de farolas se encendían a mis costados, iluminando una calle perfectamente vertical, completamente recta. Las luces alumbraban con tanta potencia que avanzaba con mis ojos mirando al suelo, mientras notaba que mis piernas caminaban solas, como si tuvieran vida propia. Algo me atraía en ese extraño lugar. Pero, ¿he sentido su presencia? - me preguntaba sin dejar de agachar la cabeza.
En mis sueños más tenebrosos, había caminado por esa misma calle pero nunca lograba alcanzar el final de ésta. Siempre había algo que me despertaban como si Dios no quisiese, como si mi ímpetu fuera insuficiente.
A la vez que progresaba, esa luz anaranjada intensa se hacía más grande pero, ¿estaba escuchando bien? Percibía unos pasos aproximándose a mi figura, ya no me sentía solo sino que mal acompañado por alguna extraña razón. Palpaba su presencia de forma muy aguda, sus latidos del corazón me producían más tensión cuando, de repente, comencé a controlar mis propias piernas de nuevo. Entonces, justo en ese momento me detuve, sabía que podría alcanzar esa zona alumbrada entre la noche sombría y dejé atrás sus pasos para centrarme en poder finalizar con mi cometido.
Había llegado al final de la calle y comencé a observar la zona. Las llamas del fuego estaban destrozando unos árboles que todavía mantenían su follaje. Yo solo quería entrar y ponerme en el corazón del incendio. ¿Sería en ese momento cuando yo me despierto?
Una sensación de miedo y aturdimiento se apoderó de mí cuando, repentinamente, desenmascaré ,en el centro del fuego, ese banco y, sentada allí, ella, despreocupada por el ardor vivo. No podía verla así. ¿Era esto lo que no querías que viera? Sí, lo tenía claro. Ella había huido para destrozarse a si misma, para suicidarse sin más dilación.
Sin embargo, no la podía dejar en esa situación, no se merecía esto. Yo tenía la culpa de todo, no la supe comprender cuando quiso irse a ese pueblo. Ella tan enérgica en todo y, yo, yo tan cerrado en mis ideas egoístas.
Recobrando mi sentido, noté un pinchazo en mi muslo izquierdo, una sensación como si tuviese un papel puntiagudo en sus esquinas irritando esa zona de mi pierna. Mi bolsillo era demasiado pequeño como para guardar eso.
Al sacarlo me di cuenta que, sí: era la foto de aquel momento. Aquel incendio que calcinó el parque al que íbamos todos los domingos y, justo en el centro, aquel banco donde nos dimos el primer beso. Todavía recuerdo la azotea del hospital donde hiciste aquella fotografía que significaba el inicio del final.
De pronto, aparté la mirada de la imagen y percibí aquellos pasos otra vez. El sonido había parado justo detrás de mí, lo sabía. Sentí una respiración fría en mi nuca cuando, no me lo pensé dos veces, me dí la vuelta instantáneamente.
Con la nariz abierta, la cara chamuscada y una apariencia de cadáver viviente... era yo. No aguanté las lágrimas, me vine abajo hasta que éste me levantó y acarició mis mejillas con sus negras, y casi esqueléticas, manos. Sonriendo como podía, me dijo: "Que las llamas del pasado no incendien tu futuro".
De súbito, desperté tosiendo en aquel banco, otra vez, oliendo a chamusquina desde esa azotea. Levanté mi codo que se apoyaba en su esponjoso pelo. Miré hacia atrás y notaba cómo ese fuego ya se había sofocado; miré hacia delante y, justo a mi lado, torciendo la mirada mientras me acariciabas mi mejilla izquierda, estabas tú. Ella.
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